El economista que le ha devuelto la dignidad al romance castellano
José Carlos Balagué Doménech ha conseguido algo que parecía imposible. Un hombre que se dedica a la auditoría y los números se sienta a escribir 790 versos octosílabos y el resultado no es un pasatiempo de jubilado sino una obra que remueve algo muy adentro. «Romance de las cristianas raptadas» llega a nosotros desde esa rara estirpe de libros que no necesitan gritar para que les prestemos atención. Te pones a leer y al segundo verso ya sabes que estás ante alguien que entiende lo que hace.
La historia que cuenta Balagué tiene esa sencillez que engaña. Cinco cristianas de Toledo son raptadas por bereberes en el otoño de 1491, cuando Granada está a punto de caer. Lo que empieza como una violenta sustracción se convierte, a lo largo de un año completo, en una exploración del síndrome de Estocolmo más convincente que cualquier tratado de psicología. Porque este autor ha intuido algo fundamental las grandes verdades humanas no necesitan ropajes modernos para seguir siendo actuales.
Hay algo hipnótico en la manera en que Balagué maneja el octosílabo asonantado. Lees versos como «día a día, poco a poco, / ganaron su confianza, / transformándose en afecto / el rencor que les guardaban» y te das cuenta de que estás ante alguien que no está jugando a ser poeta. Conoce los secretos de la métrica clásica, pero no los exhibe como un prestidigitador enseñando sus trucos. Los usa como lo que son respiración natural del poema, música inevitable de la historia que está contando.
El verdadero hallazgo de esta obra está en haber comprendido que el rapto de estas cinco mujeres funciona como metáfora perfecta de cualquier proceso humano de adaptación a lo adverso. La evolución emocional de Isabel, la protagonista, desde el terror hasta la aceptación y finalmente el amor, se desarrolla con una verosimilitud que convence porque está fundada en la observación precisa de cómo funcionamos por dentro. No hay psicologismo barato ni sentimentalismo. Solo la descripción exacta de cómo el alma humana encuentra maneras de sobrevivir y hasta de florecer en las circunstancias más impensables.
Abdullah, el jeque bereber protagonista, es uno de esos personajes que se quedan contigo. Balagué lo construye muy lejos de los estereotipos al uso, como un hombre de notable complejidad humana. Su cortesía, su respeto hacia las mujeres cristianas, su capacidad de seducción intelectual y emocional lo convierten en un contrapunto perfecto a la brutalidad de los esposos cristianos que llegan a rescatar a sus mujeres. Hay una inteligencia especial en todo esto, porque el autor está reflexionando, sin didactismo pero con honda sabiduría, sobre la complejidad de las identidades mestizas y la tragedia de los fundamentalismos excluyentes.
La elección del marco histórico resulta extraordinariamente acertada. Los meses que van del otoño de 1491 al invierno de 1492-93 marcan el final de ocho siglos de convivencia entre cristianos y musulmanes en la península. Balagué aprovecha este momento de cambio civilizatorio para hablar de nuestro propio tiempo, de nuestras propias crisis identitarias, de nuestras propias maneras de recomponer lealtades cuando el mundo se nos viene abajo. El episodio de la cruz y la media luna que Isabel acepta llevar juntas funciona como símbolo perfecto de esa hibridación identitaria que caracteriza nuestra época.
El uso del léxico arabizante constituye otro de los grandes aciertos del romance. Términos como alfareme, tarbea, almadraques, azagaya no funcionan como arqueologismo complaciente sino como elementos necesarios para crear el universo poético de la obra. El glosario que acompaña al texto demuestra el rigor documental del autor, pero lo importante es que estas voces árabes se integran orgánicamente en el flujo del verso sin entorpecer la comprensión ni quebrar el ritmo.
Si algo se le puede reprochar a esta obra es cierta tendencia a la descripción minuciosa que en algunos momentos ralentiza el ritmo narrativo. Las descripciones de estancias y vestimentas, aunque hermosas y documentadas, a veces pesan más de lo necesario sobre la línea argumental. También es cierto que las cuatro cristianas que acompañan a Isabel en su cautiverio permanecen algo desdibujadas, funcionando más como coro que como personajes individualizados. Pero estos son reproches menores ante la solidez del conjunto y la originalidad del planteamiento.
«Romance de las cristianas raptadas» demuestra que la tradición métrica española conserva una vitalidad expresiva que permite abordar temas actuales sin necesidad de renunciar a la herencia formal. Balagué ha logrado escribir una obra que honra tanto el pasado literario como las inquietudes del presente, creando esa síntesis difícil entre tradición e innovación que caracteriza a las obras que permanecen. En un panorama poético frecuentemente dominado por la experimentación formal vacua o la confesión narcisista, esta obra recuerda que la verdadera originalidad consiste en hacer que las formas clásicas digan algo que nunca habían dicho antes. El romance ha encontrado en Balagué Doménech no solo un continuador técnicamente solvente, sino un renovador auténtico que demuestra cómo la mejor manera de ser contemporáneo es, a veces, recuperar lo eterno.
Antonio Graña Ojeda