La brújula rota del alma
Hay libros que no se leen: se atraviesan. Almas errantes, de Kim Lemmen, pertenece a esa clase de obras que uno no pasa, sino que lo desgarran por dentro, como una marea lenta que arrastra certezas y devuelve dudas. No hay capítulo ni poema que se refugie en el consuelo de lo decorativo. Lo que ofrece Lemmen es otra cosa: una poética del desgarro, un viaje sin mapa por los fragmentos de uno mismo.
Desde su primer verso, el libro actúa como un espejo roto en el que cada pedazo refleja una identidad distinta. Su autora —antropóloga y poeta neerlandesa afincada en Galicia— sabe de lo que habla: ha hecho del análisis de la identidad su oficio, y del lenguaje, su arqueología emocional. Las tres partes del poemario, Dispersión, Dualismo y Bricolaje, no son simples títulos, sino estaciones de paso en la ruta hacia la comprensión del yo. Todo empieza con la pérdida, sigue con el diálogo imposible entre opuestos y concluye con una reconstrucción, precaria pero luminosa, de lo que significa ser.
Los poemas de Lemmen tienen algo de agua y de herida. Fluyen, se abren, dejan cicatrices. No buscan la belleza complaciente, sino una verdad que duele. “Vuelvo a ser lo que nunca he sido ni seré jamás”, escribe, con la lucidez de quien ha aprendido que la identidad no es puerto sino naufragio. Y en esa aceptación del naufragio está el milagro del libro: no hay redención, pero sí una forma callada de libertad, la que nace cuando uno se reconoce errante.
El estilo de Lemmen huye del exhibicionismo y se sostiene en un hilo de contención verbal que recuerda a ciertos poetas del exilio, de esos que aprendieron que escribir es una manera de regresar a ningún lugar. Entre lo filosófico y lo sensorial, su voz transita desde los pliegues más íntimos del pensamiento hasta los rincones del paisaje —mares, caminos, ríos— que funcionan como metáforas de movimiento interior. No hay lamento ni proclama: hay conciencia. Y eso, en los tiempos de la impostura emocional, se agradece.
Almas errantes no pretende cambiar la poesía —bastante tiene con hablar desde un sitio honesto—, pero le devuelve a la palabra su dimensión de búsqueda. No responde, pregunta. No grita, murmura. No promete alivio, ofrece compañía en la incertidumbre. Es un libro para quienes han estado perdidos alguna vez y comprendieron que perderse era, en realidad, la única forma de encontrarse.
Lemmen escribe con la serenidad de quien ha aceptado que la vida no se entiende, se sobrevive. En eso hay grandeza. Leerla es un acto de complicidad con la fragilidad humana. Es, también, una forma de mirar al espejo sabiendo que no todo lo que devuelve pertenece a uno mismo. Porque, al final, como sugiere cada página de este viaje lírico y brutalmente honesto, el alma —esa vieja palabra que olvidamos pronunciar sin ironía— no se posee: se busca. Siempre se busca.
Javier Pérez-Ayala