Me acuerdo de cuando leía a Lucy Barton al lado de mi madre y pensaba en esas cosas que nunca te cuentan sobre la maternidad. No me puedo evitar —ya saben que soy así— pensar en eso al leer «Vivir en tu invierno» de Martín Lorenzo Paredes Aparicio, porque hay algo en estos poemas que me devuelve a esas madrugadas en las que el mundo se reduce a una habitación, un llanto, una luz que se enciende y tú ahí, entre el sueño y la vigilia, descubriendo que el amor puede ser algo tan físico como agotador.

¿No les pasa que a veces los libros te pillan en el momento exacto? Pues eso me ha ocurrido con este poemario que llega como una continuación natural de «Nana a una madre», aquel libro donde Paredes Aparicio nos contaba «desde el cortejo y el enamoramiento hasta un amor consolidado y reposado que se encarna en la espera de la llegada de su primognita». Aquello era el preludio, la promesa. Esto es ya la vida cotidiana hecha verso, sin filtros ni grandilocuencias. Porque miren, si en «Nana a una madre» teníamos la espera de Julia, aquí tenemos la realidad completa: Julia y Emma, las dos niñas que «ocupan nuestros desvelos» mientras Natalia sigue siendo esa «luz venida de los Jardinillos» que trabaja en el «hospital de los milagros».

Paredes Aparicio ha hecho algo que me parece de una honestidad brutal: ha cogido su vida doméstica y la ha puesto ahí, sin que se le caiga la cara de vergüenza. «Apenas has dormido. Emma, inquieta / ha buscado la carne de tu pecho», escribe, y yo me pregunto si hay algo más verdadero que eso en toda la literatura universal. Es como si hubiera tomado el testigo de aquel poemario anterior donde ya nos adelantaba que Natalia era «la mujer de su vida y madre de su hija Julia», pero ahora nos enseña lo que viene después: el cansancio hermoso, las noches cortadas, la épica doméstica de criar a dos niñas mientras el mundo se desmorona ahí fuera.

Me gusta —no puedo evitarlo— que este hombre no se haya puesto solemne para hablar de Jaén, de los «Jardinillos», del «hospital de los milagros». Ha entendido algo que muchos poetas no pillan: que lo universal está en lo particular, que la épica doméstica vale tanto como cualquier gesta homérica. Y escribir «Las miras antes de irte a trabajar. / Indagas en su sueño. / Quieres saber cómo serán sus vidas» es un verso que contiene toda la ternura y toda la angustia del mundo.

¿Qué pensarían las mujeres que leen son peligrosas —o eso dicen— de este poemario escrito por un hombre que no tiene miedo a mostrarse vulnerable, que habla del «hospital de los milagros» donde trabaja su mujer como quien habla de un templo? Porque hay una cosa que me llama la atención en estos poemas: la mirada hacia Natalia no es la del que idealiza, sino la del que reconoce. «Tu voz es la cura de una sociedad, que no sabe cuándo abandonó el amor y la empatía hacia los demás», dice, y uno piensa que por fin alguien ha entendido que las enfermeras no son angelitos sino mujeres de carne y hueso que sostienen el mundo.

No hemos cambiado nada, me pregunto, desde que Virginia Woolf escribía sobre la necesidad de una habitación propia, cuando leo estos versos donde el poeta se convierte en cronista de lo que ocurre en esa habitación compartida, en esa vida hecha de madrugadas cortadas y pequeños milagros cotidianos. Si en «Nana a una madre» teníamos «la irrupción milagrosa de la soledad, el ser tácito y tímido que cae enamorado», aquí tenemos su evolución: el amor maduro, el que sabe que «imaginarnos siempre juntos, no en la adversidad ni en la alegría, sino en lo cotidiano, es el más grande acto de amor que existe».

Tal vez porque leer, como el amor, no debería tener edad ni cautela, y «Vivir en tu invierno» es un libro que te reconcilia con la idea de que la poesía puede estar en cualquier parte, incluso —sobre todo— en el cansancio hermoso de criar a dos niñas mientras el mundo se desmorona ahí fuera.

Ángela de Claudia Soneira

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