Las voces que nos hablan desde el silencio

Hay libros que llegan a nosotros como llegaba antaño el correo a las casas de provincia, con esa mezcla de expectación y sorpresa que produce lo inesperado. «Me lo dijeron unas voces», de Carlos Jesús León Río, es uno de esos libros que te encuentran antes de que tú los busques, como si las voces de las que habla el título hubieran conspirado para que el volumen llegara a nuestras manos en el momento preciso en que podíamos escucharlas.

León Río es un joven de veintitrés años que nació en La Habana y vive ahora en Tenerife, donde estudia violonchelo en el Conservatorio Superior de Música de Canarias. Esa geografía vital —Cuba, Canarias, la música como territorio común— dibuja ya un mapa de resonancias que se corresponde con la naturaleza migratoria de la poesía, ese arte que no conoce fronteras porque habla el idioma universal de las emociones profundas. Y es precisamente esa condición de tránsito, de quien ha aprendido que la patria verdadera está en el lenguaje y no en los mapas, lo que otorga a estos poemas su particular intensidad.

El libro se estructura en cinco capítulos que son como cinco estaciones de un viaje interior. Desde «El silencio dice más que mi amor» hasta la interrogación final de «¿Amor?», León Río construye un itinerario sentimental que es también un proceso de maduración artística. Hay en esta ordenación algo de bildungsroman lírico, de novela de aprendizaje escrita en verso, donde el protagonista no es un personaje de ficción sino la propia voz poética en su proceso de constitución y crecimiento.

Me detengo en el primer poema, «Amarte en silencio», donde leemos: «Tu piel es rosa, como la pena, / y tu cabello, negro como el mar». Hay en estos versos iniciales algo que me recuerda a esos momentos de la adolescencia en que descubrimos que las palabras pueden ser música, que existe una zona secreta del lenguaje donde las cosas no se nombran sino que se evocan, donde la poesía surge no de lo que se dice sino de lo que se calla. León Río parece haber intuido desde muy pronto esa verdad fundamental: que la poesía verdadera nace del silencio, de la pausa entre el sentimiento y la palabra, de esa zona de sombra donde late lo inexpresable.

Su condición de músico —violonchelista, nos dice la nota biográfica— se percibe en cada verso. No es solo la musicalidad natural de los poemas, que la hay y muy lograda, sino algo más profundo: la comprensión de que el poema, como la pieza musical, se construye tanto con los sonidos como con los silencios, tanto con la presencia como con la ausencia. En «Aquí estaré» encontramos una anáfora sostenida —»Te espero, aunque…»— que funciona como un ostinato, como esas figuras melódicas que se repiten y se transforman ligeramente en cada repetición hasta crear una estructura de una belleza hipnótica.

Pero no es solo técnica lo que encontramos en León Río. Hay también una honda comprensión de las paradojas del corazón humano, una sabiduría emocional que sorprende en alguien tan joven. En el segundo capítulo, «Susurros en la soledad», el poeta construye un territorio poético donde la soledad se convierte en compañía, donde el aislamiento se transforma en espacio de creación. «Le hablo en mi ventana / al amable musgo deforme», escribe, y en esa imagen hay algo que nos devuelve a la infancia, a esos momentos en que los niños mantienen conversaciones secretas con los objetos, con las plantas, con las criaturas pequeñas del mundo que los adultos hemos dejado de ver.

Es en el tercer capítulo donde León Río alcanza quizás su registro más personal y universalmente reconocible. «Mi felicidad pende de un hilo», dice en uno de los poemas más logrados del conjunto, y esa imagen del hilo se desarrolla con una coherencia y una precisión que revelan no solo talento sino oficio. Hay algo en esa fragilidad asumida, en esa consciencia de la precariedad de la existencia, que conecta estos poemas con una tradición que va desde Antonio Machado hasta Luis Cernuda, poetas que supieron convertir la vulnerabilidad en fortaleza expresiva.

El cuarto capítulo, «Un jardín de amores», representa quizás el ejercicio más ambicioso del libro. León Río construye aquí una alegoría floral donde cada especie representa una modalidad del sentimiento amoroso: el jazmín de la pureza, la orquídea de la belleza excepcional y efímera, la violeta de la timidez que se convierte en lenguaje propio, la margarita que encarna la ambivalencia destructiva del deseo. Es un territorio arriesgado, demasiado cerca del simbolismo convencional, pero León Río logra evitar los lugares comunes mediante una precisión descriptiva que convierte cada flor en un pequeño drama humano.

Y llegamos al final, a ese quinto capítulo cuyo título interrogativo —»¿Amor?»— resume toda una educación sentimental. Aquí León Río alcanza su mejor registro, el de quien ha aprendido que la madurez no consiste en tener certezas sino en saber hacer las preguntas correctas. El poema final, «Hoy no estaré», es una pequeña obra maestra de la despedida sin rencor, de la separación asumida como acto de libertad antes que como imposición del destino.

Hay en este libro, lo he dicho ya, ecos de tradición, resonancias de lecturas bien asimiladas. Pero hay también algo más importante: una voz propia que se abre paso entre las influencias, una personalidad poética en formación que promete desarrollos futuros de interés. León Río escribe desde la necesidad, no desde el cálculo, y esa autenticidad se percibe en cada verso.

Por supuesto, no todo es perfecto en este primer libro. Hay momentos en que el joven poeta se demora demasiado en la contemplación de su propio dolor, instantes en que la intensidad emocional se convierte en énfasis retórico. Pero estos son defectos de juventud, pecados generosos que el tiempo y la experiencia suelen corregir. Lo que permanece, lo que importa, es esa capacidad para convertir la experiencia personal en materia poética universal, esa intuición de que la poesía no es confesión sino transmutación.

En los tiempos que vivimos, cuando la poesía joven parece oscilar entre el hermetismo experimental y la facilidad comercial, encontrar una voz como la de León Río resulta especialmente valioso. Aquí hay alguien que entiende que la poesía es un arte exigente que requiere tanto corazón como inteligencia, tanto emoción como técnica. Alguien que ha comprendido que las voces de las que habla el título no son solo las de la inspiración, sino también las de la tradición, las de todos los poetas que nos han precedido y nos han enseñado que es posible convertir el sufrimiento en belleza, la soledad en compañía, el silencio en música.

Al cerrar el libro, queda la sensación de haber asistido a un comienzo, a los primeros compases de una sinfonía que está empezando a componerse. León Río tiene por delante el camino largo y difícil de quien ha elegido la poesía como forma de vida, pero estos primeros poemas sugieren que está preparado para recorrerlo. Las voces que le dijeron que escribiera han hecho bien su trabajo. Ahora toca escuchar las que vendrán.

Javier Pérez-Ayala

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