Lo que el hielo deja atrás

Cuando una abre este libro de Kepa Fernández de Larrinoa, lo primero que le viene a la cabeza no es lo que espera de un poemario, esa cosa entre musical y delicada que uno lee con una taza de té en la mano. No. Aquí lo que aparece es algo más desasosegante, como si el autor te metiera en una habitación oscura donde solo quedan las voces de las ausencias y los nombres de los que ya no están. Emma, Jácome, un barquero, un niño, una madre. Personajes apenas dibujados, pero de una intensidad que te deja pegada a la silla.

Es curioso, porque al principio uno piensa que Larrinoa escribe desde un lugar demasiado frío, demasiado lejano, que casi te hace sentir como una intrusa en un duelo privado al que no te han invitado. Pero si sigues leyendo, y esto es lo importante, descubres que ese frío es en realidad la única forma que tiene de hablar de lo que duele de verdad, de lo que no se puede decir con palabras bonitas. Porque no hay nada bonito en la pérdida, ni en la memoria que se va borrando como la nieve bajo el sol de la mañana. Y Larrinoa lo sabe. Vaya si lo sabe.

Me ha llamado mucho la atención cómo este hombre, que es antropólogo y poeta, y que ha vivido en medio mundo, decide construir un libro así, tan poco complaciente. No te regala nada. No te dice «esto es así y punto». Te deja en medio del hielo, con esos «ojos afilados» que miran pero no explican, que ven pero no consuelan. Emma aparece una y otra vez, como una letanía, como esas cosas que uno se repite para no olvidar, pero también para ver si de tanto repetirlas se entienden mejor. No sé si lo consigue, pero la búsqueda es conmovedora.

Lo que más me ha gustado, si es que «gustar» es la palabra, es que no se anda con rodeos. No hay adornos ni piruetas, solo esa sucesión de imágenes que te van dejando sin respiración: el río seco, el barquero que duerme junto a su araña, el niño que camina con el tiempo, la madre sin uñas. Son cuadros que te quedas mirando aunque no sepas muy bien qué significan, pero que te remueven algo por dentro. Y eso, en poesía, es lo más importante, creo yo.

También es verdad que hay momentos en los que uno se siente un poco perdida, como cuando la prosa se vuelve casi teatro y aparecen esos diálogos entre la Herida y el Cansancio, que parecen sacados de una obra japonesa de esas raras que se hacen en espacios vacíos con actores pintados de blanco. A mí me costó un poco entrar ahí, lo reconozco, pero luego me di cuenta de que Larrinoa estaba haciendo algo muy valiente: estaba intentando hablar de cosas que no tienen palabras, y para eso hay que inventarse nuevas formas. No sé si siempre funciona, pero la intención es noble.

Lo que sí tengo claro es que este no es un libro para leer en el metro ni para regalar a alguien que busca consuelo. Es un libro para cuando una está dispuesta a enfrentarse con lo oscuro, con lo que no se arregla, con el hecho de que la vida es, muchas veces, sencillamente injusta y fría. Pero también es un libro que te recuerda que, aunque todo se vaya, aunque nos quedemos solos, escribir sigue siendo una forma de resistencia. Una forma de decir: aquí estuve, esto vi, esto sentí. Y eso, al final, no es poco.

Ángela de Claudia Soneira

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